2/9/10

El Húsar va a la Muerte

Un escalofrío recorrió su espalda cuando sintió el cañón del fusil hacer contacto con su nuca. Inconscientemente cuando se estremeció juntó los pies, gesto que el caballo interpretó como una órden de apurar el galope. Pero el caballo no fue muy lejos, pues era otro quien llevaba las riendas; su jinete iba maniatado y vendado.

Se preocupó de disfrutar, pese a lo incómoda de la situación, las maravillas que ofrecen los caminos de Til Til que, con los ojos vendados, pareciera sentir mucho más. Se regocijaba por última vez con el cantar de los pájaros, el sonido de las hojas de los árboles al moverse con el viento, el aroma del caballo, la brisa sobre su cara, la fragancia propia del campo chileno. Campo donde tantas veces se ocultó, lo persiguieron o planeó las agitaciones en contra del Rey.


Qué injusto era todo eso. Después de haberse puesto tantas veces el uniforme de las calaveras en nombre de la Patria, de haber visto morir a sus soldados defendiendo la libertad chilena, pasar por esto. Él,
que tantas veces debióse hacerse pasar por monje, mendigo, borracho y cuanto otro personaje le fuera necesario para seguir con vida, la misma que sabía le sería arrebatada luego.

Por un minuto se arrepintió brutalmente de dejar tirado su título de abogado para unirse a las filas del ejército. No sabía en qué carajo estaba pensando en ese instante. Pero quizás, sólo quizás, haya valido el esfuerzo; Chile era ahora un país libre y, de todas formas, él también iba a morir en algún momento. Claro que nunca pensó que sería por orden del guacho Riquelme. El mismo que ahora gobernaba altivo, sin ninguna gota de consciencia por la sangre derramada de Juan José y Luis en Mendoza. Sangre que también siente debería caer encima del afuerino que vino a estas tierras planeando quizás qué hazañas, y ver si se llevaba algún cargo, dinero u honor. A estas alturas, ya no le extrañaría nada, sólo que el soldado que lo llevaba desobedeciera las ordenes de Riquelme.


Pero pese a la rabia que sentía, reconoció el aroma que ahora sentía: a peumo. “Buenas tardes, señor litre” le oyeron decir; él sabía que junto con esos peumos había un litre. Conocía esos caminos de memoria, así que aún con los ojos vendados sabía se acercaba al bajo donde tantas veces se escabulló por entre las hierbas. Sentía que le quedaba poco.


— Lo lamento mucho, mi Teniente Coronel, —dijo uno con voz apretada uno de sus guardianes— pero son órdenes de mis superiores.

— Al menos sáqueme la venda de los ojos, Aguirre, me gustaría verle a la cara. — Unos segundos de silencio le indicaron que hubo sorpresa al llamar por su nombre a un soldado con el qué combatió usando el traje de las calaveras. Aún lo recordaba.

— A sus órdenes, mi Teniente Coronel. — Y sintió las ásperas manos de s
u guardián sacarle la venda de los ojos. Y aunque tardó unos segundos en acostumbrarse a la luz, lo primero que vio fue a Aguirre cabalgando junto a él en otro caballo y a otro soldado más adelante.
— Falta uno —dijo el prisionero —, dijeron que eran tres. Fueron tres los soldados que me llevarían a la cárcel de Quillota. Dígame dónde está, Aguirre.
— Falso, Rodríguez —habló un hombre que apareció desde atrás del guerrillero —. Dos soldados y yo. Teniente Navarro, para servirle.


Siguieron entonces su camino hacia Quillota, ahora con un prisionero totalmente consciente de la ruta que llevaba. Miraba el cielo, los árboles, el camino que lo llevaba a un castigo injusto. El Teniente Navarro le decía que mire Rodríguez, a usted se le dieron todas las facilidades para que se educara como político y más adelante pudiese quizás volver a ser Director Supremo, pero usted no ha hecho más que causarnos problemas. La Patria debe volar libre, Rodríguez, sin intromisiones molestas. Debe volar... igual como ese pajarillo, mire.


El prisionero le dio la espalda al Teniente para ver el pájaro, y alcanzó a ver a Aguirre que se sacaba su sombrero y comenzaba a lagrimar. Comprendió entonces lo que el Teniente hacía a sus espaldas.


— No olvide lo que está viendo, Aguirre.

— A sus órdenes, mi Teniente Coronel.

Fue entonces como una estampida de pólvora impulsó al negro caballo de la muerte hacia el cuerpo del guerrillero. Con la mirada siempre altiva sintió que los ojos perdían la noción del mundo, y que un rojo manantial manchaba las tierras cercanas a Til Til. Las manchaba con traición, con la cobardía de un disparo por la espalda.


Cuando se supo la noticia entre los cercanos, la congoja reinó en todos y cada uno de sus corazones, y se cumplieron las palabras que muchísimo tiempo después profesaría Neruda:

Que se apaguen las guitarras
Que la patria está de duelo,
Nuestra tierra se oscurece:
Mataron al guerrillero.

2 pelambres:

Mauro dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
Mauro dijo...

Me hiciste llorar... Pero amigo, saliendo un poco de la emoción... En Til-til (¡y no me preguntes que cómo sabes tú!)no hay pinos, pero sí Litres, y antiguamente habían muchos más Robles y Algarrobos. Últimamente hay muchos espinos. Asique, podrías cambiarlo por uno de esos árboles, aunque te recomiendo el árbol, a mi juicio, más representativo de la zona cordillerana costera: el Peumo. Te quiero Jaunka!

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